En los primeros años del siglo XXI, una plaga de
langostas se abatió sobre el planeta tierra. El cielo no se ennegreció. No
se formaron nubes oscuras que desataran
el pánico y produjeran el hambre a su paso. No se oyeron chirridos agudos cuando se acercaban. Aunque lentos, sus
efectos fueron sin embargo devastadores.
Una nueva especie de langostas, menos numerosa pero más letal, decidió
repartirse el mundo. Los pocos humanos que fueron capaces de enfrentarse a estos
seres se concentraron en las plazas de las ciudades y a las puertas de los
Parlamentos. Allí comieron, allí durmieron. Allí escribieron pancartas,
carteles…hicieron reuniones, grupos de trabajo…intentaron organizarse contra
este insecto voraz y destructivo, que atacaba por sorpresa y provocaba daños
irreversibles. Todo fue, empero, inútil. Poco a poco, sin sonidos estridentes,
sin levantar la voz, sin moverse prácticamente de su entorno pero moviendo los
hilos con la única ayuda de sus ojos saltones y de sus patas duras y eficaces, estos
depredadores devoraron empleos, provocaron hambrunas, hundieron países.
Su ambición desmedida les llevó a desobedecer la orden genética que les hacía reproducirse desenfrenadamente, solo para no tener que repartir la riqueza con otros individuos de su misma especie. Esa fue la causa de su triste final.
Su ambición desmedida les llevó a desobedecer la orden genética que les hacía reproducirse desenfrenadamente, solo para no tener que repartir la riqueza con otros individuos de su misma especie. Esa fue la causa de su triste final.
Los humanos menos heróicos se doblegaron frente a la plaga votando a las voraces langostas en todos los comicios que hubieron. Los historiadores del XXI no pudieron explicar tan extraña conducta.
ResponEliminaNo sé por qué me hace pensar en algo muy actual.
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