Desde el día en que nació, fue un niño muy peculiar.
Con su primer llanto de bienvenida a este mundo, todos pudimos observar casi
con horror una fila reluciente y bien alineada
de dientes de leche en su linda boquita.
Al año, sin embargo, los había perdido todos. Prácticamente de golpe,
como le habían salido. Y lo mismo sucedió al segundo año, y al tercero, y al…
Ningún ratoncito Pérez habría podido proveer a todos y cada uno de los boquetes.
Un año detrás de otro iba cambiando incisivos, caninos, premolares y molares.
Lo curioso es que él no aparentaba sufrir ningún dolor, con lo que su madre se
ahorraba los lloros habituales que acompañan a la salida de dientes en los niños pequeños.
Dicen que las desgracias nunca vienen solas. Y en
este caso, la excepción no es regla. El
padre de Pedrito era dentista. Un dentista
de renombre, además.
Cansado de las respuestas trilladas que le daban
libros y colegas, harto de consultar a los mejores especialistas de Alemania y
de EEUU, hastiado de investigar en laboratorios y Universidades, cuando Pedrito
cumplió siete años, el dentista decidió
cortar por lo sano. Había encontrado, por fin, la solución óptima, la única.
Desde ese momento, su hijo tendría dentadura postiza. El problema es que
tampoco eso resultó ser la panacea. Los niños suelen crecer. Y con ellos su
mandíbula. El padre-dentista se puso
manos a la obra. Arrancó de cuajo raíces, selló agujeros, serró huesos, hizo injertos, implantó placas de titanio de
última generación.
Al cumplir la mayoría de edad, en el momento en que
su mandíbula ya no daba más de sí, Pedro tenía una colección aceptable de
prótesis dentarias. Todas colocadas en
hilera sobre el lavabo, en orden creciente de tamaño: diez sonrisas sardónicas
dentro de diez vasos transparentes llenos de agua, diez cepillos limpiadores
del blanco al rojo, al azul, un arcoíris de colores. Justo el día de su
dieciocho cumpleaños, decidió romper con la inercia que le había dominado.
Empezó a sacarlas de una en una, en orden decreciente y a cepillarlas con amor,
acariciándolas. Luego las metió –de una en una también- en la taza del wáter y
tiró diez veces de la cadena. Diez carcajadas burlonas fueron cayendo hacia un
mundo desconocido. También ese día, infringió
la prohibición: por primera vez en muchos años, se miró al espejo. Y
encontró que su boca desdentada tenía mucho encanto.
la boca de los horrores, parece una peli de terror buffff!!!!
ResponEliminaMuy original.