diumenge, 10 de març del 2013

patologías (o la naturaleza es sabia)


Desde el día en que nació, fue un niño muy peculiar. Con su primer llanto de bienvenida a este mundo, todos pudimos observar casi con horror una fila reluciente y bien alineada  de dientes de leche en su linda boquita.  Al año, sin embargo, los había perdido todos. Prácticamente de golpe, como le habían salido. Y lo mismo sucedió al segundo año, y al tercero, y al… Ningún ratoncito Pérez habría podido proveer a todos y cada uno de los boquetes. Un año detrás de otro iba cambiando incisivos, caninos, premolares y molares. Lo curioso es que él no aparentaba sufrir ningún dolor, con lo que su madre se ahorraba los lloros habituales que acompañan a la salida de dientes en los niños pequeños.
Dicen que las desgracias nunca vienen solas. Y en este caso,  la excepción no es regla. El padre de Pedrito era dentista. Un dentista  de renombre, además.
Cansado de las respuestas trilladas que le daban libros y colegas, harto de consultar a los mejores especialistas de Alemania y de EEUU, hastiado de investigar en laboratorios y Universidades, cuando Pedrito cumplió siete años, el dentista  decidió cortar por lo sano. Había encontrado, por fin, la solución óptima, la única. Desde ese momento, su hijo tendría dentadura postiza. El problema es que tampoco eso resultó ser la panacea. Los niños suelen crecer. Y con ellos su mandíbula.  El padre-dentista se puso manos a la obra. Arrancó de cuajo raíces, selló agujeros, serró huesos,  hizo injertos, implantó placas de titanio de última generación.
Al cumplir la mayoría de edad, en el momento en que su mandíbula ya no daba más de sí, Pedro tenía una colección aceptable de prótesis dentarias.  Todas colocadas en hilera sobre el lavabo, en orden creciente de tamaño: diez sonrisas sardónicas dentro de diez vasos transparentes llenos de agua, diez cepillos limpiadores del blanco al rojo, al azul, un arcoíris de colores. Justo el día de su dieciocho cumpleaños, decidió romper con la inercia que le había dominado. Empezó a sacarlas de una en una, en orden decreciente y a cepillarlas con amor, acariciándolas. Luego las metió –de una en una también- en la taza del wáter y tiró diez veces de la cadena. Diez carcajadas burlonas fueron cayendo hacia un mundo desconocido. También ese día, infringió  la prohibición: por primera vez en muchos años, se miró al espejo. Y encontró que su boca desdentada tenía mucho encanto.

1 comentari:

  1. la boca de los horrores, parece una peli de terror buffff!!!!
    Muy original.

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