dimarts, 12 de març del 2013

El orden de las cosas


La rutina le estaba devorando. Años y años de lo mismo. La alarma a las siete, levantarse sin desperezarse porque no había tiempo, tomarse el primer café del día, echarse un poco de agua por encima para quitarse el olor de la noche, vestirse, desayunar de pie, salir de estampida, coger el autobús, llegar a la oficina y ponerse delante de la computadora. Comer apenas, volver al trabajo, esperar a las siete, autobús, casa, cena, dientes, cama (sin olvidarse de poner el despertador).
El momento de darle la vuelta al guante y acabar con ese automatismo infernal había llegado. Probaría durante un corto período de tiempo, un mes, una semana...
No puso el despertador. Cuando llegó a la oficina, era de noche. No había encontrado ningún autobús y el paseo a pie le había sentado muy bien. Lo haría siempre así,  a partir de hoy. Sacó de la cartera el croissant de chocolate y metió el euro treinta del café en la máquina. Alguien había dejado el periódico del día sobre la mesa y se entretuvo  simplemente en ojearlo. El silencio absoluto le produjo un gran placer. No ver a nadie, también. Fue al lavabo y se lavó cara y manos, ya se ducharía al volver a casa. Los dientes podían esperar. Trabajó hasta que se hizo de día. Y luego paseo, casa, desayuno, cepillado de dientes, cama, no despertador. La ducha la dejaría. Durmió un sueño largo y profundo.
Durante tres días fue totalmente feliz. Al cuarto, sin embargo, alguna cosa empezaba a rechinar en su estado de euforia. No sabía muy bien a qué se debía, pero había algo. Empezaba a molestarle su aspecto físico, el pelo grasiento, el olor de su cuerpo, ciertos detalles a los que no le había dado excesiva importancia en estos días beatíficos. Pero su desasosiego iba más allá. La monotonía empezaba de nuevo a instalarse en él. “No importa –se dijo –, nuevo cambio”.

Cuando llegó a casa, al amanecer, cogió lápiz y papel. Haría un planning.  Anotaría todas las actividades diarias para que nada, lo que se dice nada, se repitiera en el mismo orden. Pasó todo el día en este trabajo. Nunca se había sentido tan dueño de sí mismo. Fue difícil, pero lo logró. Durante una semana seguiría con este programa que le obligaría a hacer todo en un orden desordenado. Nada de repeticiones absurdas. Tampoco dejar las cosas al azar. Cuando se metió en la cama, ya era noche cerrada. Como primer paso de su nueva vida, ese día uno, puso tres despertadores: a las 24h, a las 05h, a las o8h. A las 24h se levantó y se duchó. Se metió de nuevo en la cama. A las 05h, se fue a trabajar. Volvió corriendo a casa porque cuando sonara el despertador de las 08h debía lavarse los dientes.
Los días siguientes, nada siguió el mismo esquema. Un esquema que a un observador le habría parecido absurdo por incoherente, pero que él tenía estudiado hasta el último detalle.
Fue muy divertido. ¿Monotonía? ¿Aburrimiento? ¿Tedio? Palabras desconocidas.
No una semana, como se había propuesto. Durante meses, siguió el plan que se había trazado. Nunca su vida fue tan placentera. Sin embargo, ni siquiera las probabilidades son infinitas. ¡Y aunque lo fueran! El momento llegó. Alguna cosa empezó a rechinar en su estado de euforia, algo empezó a decirle que la felicidad no es de este mundo. Malhumor, cansancio, desgana, dejadez, hastío… ¿Tanto esfuerzo?

Sonó el despertador. Eran las siete de la mañana. Se levantó, sin desperezarse porque tenía el tiempo justo, tomó el primer café del día, se echó un poco de agua por encima para quitarse el olor de la noche, se vistió, desayunó de pie, salió de estampida, cogió el autobús, llegó a la oficina, se puso delante del ordenador… Hoy sí que iba a ser el día perfecto.

2 comentaris:

  1. Ya sabes que le tengo apego a los micro pero reconozco que necesitabas más espacio para desarrollar toda la idea. A veces me das rabia.

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