La
rutina le estaba devorando. Años y años de lo mismo. La alarma a las siete, levantarse
sin desperezarse porque no había tiempo, tomarse el primer café del día,
echarse un poco de agua por encima para quitarse el olor de la noche, vestirse,
desayunar de pie, salir de estampida, coger el autobús, llegar a la oficina y
ponerse delante de la computadora. Comer apenas, volver al trabajo, esperar a
las siete, autobús, casa, cena, dientes, cama (sin olvidarse de poner el
despertador).
El
momento de darle la vuelta al guante y acabar con ese automatismo infernal
había llegado. Probaría durante un corto período de tiempo, un mes, una
semana...
No puso
el despertador. Cuando llegó a la oficina, era de noche. No había encontrado
ningún autobús y el paseo a pie le había sentado muy bien. Lo haría siempre así,
a partir de hoy. Sacó de la cartera el
croissant de chocolate y metió el euro treinta del café en la máquina. Alguien
había dejado el periódico del día sobre la mesa y se entretuvo simplemente en ojearlo. El silencio absoluto
le produjo un gran placer. No ver a nadie, también. Fue al lavabo y se lavó
cara y manos, ya se ducharía al volver a casa. Los dientes podían esperar. Trabajó
hasta que se hizo de día. Y luego paseo, casa, desayuno, cepillado de dientes,
cama, no despertador. La ducha la dejaría. Durmió un sueño largo y profundo.
Durante
tres días fue totalmente feliz. Al cuarto, sin embargo, alguna cosa empezaba a
rechinar en su estado de euforia. No sabía muy bien a qué se debía, pero había
algo. Empezaba a molestarle su aspecto físico, el pelo grasiento, el olor de su
cuerpo, ciertos detalles a los que no le había dado excesiva importancia en
estos días beatíficos. Pero su desasosiego iba más allá. La monotonía empezaba
de nuevo a instalarse en él. “No importa –se dijo –, nuevo cambio”.
Cuando
llegó a casa, al amanecer, cogió lápiz y papel. Haría un planning. Anotaría todas las actividades diarias para
que nada, lo que se dice nada, se repitiera en el mismo orden. Pasó todo el día
en este trabajo. Nunca se había sentido tan dueño de sí mismo. Fue difícil,
pero lo logró. Durante una semana seguiría con este programa que le obligaría a
hacer todo en un orden desordenado. Nada de repeticiones absurdas. Tampoco
dejar las cosas al azar. Cuando se metió en la cama, ya era noche cerrada. Como
primer paso de su nueva vida, ese día uno, puso tres despertadores: a las 24h,
a las 05h, a las o8h. A las 24h se levantó y se duchó. Se metió de nuevo en la
cama. A las 05h, se fue a trabajar. Volvió corriendo a casa porque cuando
sonara el despertador de las 08h debía lavarse los dientes.
Los
días siguientes, nada siguió el mismo esquema. Un esquema que a un observador
le habría parecido absurdo por incoherente, pero que él tenía estudiado hasta
el último detalle.
Fue muy
divertido. ¿Monotonía? ¿Aburrimiento? ¿Tedio? Palabras desconocidas.
No una
semana, como se había propuesto. Durante meses, siguió el plan que se había
trazado. Nunca su vida fue tan placentera. Sin embargo, ni siquiera las probabilidades
son infinitas. ¡Y aunque lo fueran! El momento llegó. Alguna cosa empezó a
rechinar en su estado de euforia, algo empezó a decirle que la felicidad no es
de este mundo. Malhumor, cansancio, desgana, dejadez, hastío… ¿Tanto esfuerzo?
Sonó el
despertador. Eran las siete de la mañana. Se levantó, sin desperezarse porque
tenía el tiempo justo, tomó el primer café del día, se echó un poco de agua por
encima para quitarse el olor de la noche, se vistió, desayunó de pie, salió de
estampida, cogió el autobús, llegó a la oficina, se puso delante del ordenador…
Hoy sí que iba a ser el día perfecto.
Si es que no hay salida ...
ResponEliminaYa sabes que le tengo apego a los micro pero reconozco que necesitabas más espacio para desarrollar toda la idea. A veces me das rabia.
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