dimarts, 12 de març del 2013

Metro


Metro Plaça Espanya, hora punta. Es el cuatro de agosto y la gente apenas si puede respirar a pesar del aire acondicionado. El sudor se queda pegado en las paredes, en los asientos, en las barras. Con un poco de imaginación, veríamos emanar vapor de agua por los poros de brazos, piernas, cuellos, frentes. Olores. Abanicos de movimientos desesperados. Miradas hacia algún posible asiento vacío cuando el metro llega a una estación. Es el momento que aprovecha un individuo con pinta de no haber roto nunca un plato para meter los dedos en algún que otro bolso medio dormido. No sabe todavía, sin embargo, que dentro de unos segundos, una mujer que ha entrevisto su juego, va a mirarse la muñeca en busca de su hora. Se acerca al descuidero, abre su bolso y, sin levantar la voz más de lo necesario, casi susurrando, le dice “mete ahora mismo en mi bolso mi reloj”. El hombre abre la bolsa de plástico que lleva colgada de la muñeca, coge un reloj y lo desliza hacia la boca abierta del bolso de la mujer, que lo cierra sin aspavientos. Plaça de Catalunya. Casi las 4/4  partes de los viajeros bajan apresurados. Son las dos y media cuando la señora llega a su casa. En cuanto abre la puerta, empieza a contarle la escena del metro a su marido, que con gesto de sorpresa le dice. “¿Tu reloj? ¡Pero si te lo habías dejado en la repisa del lavabo!”

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