“Cuando
tenía 8 años pensaba que lo más importante de un padre era su llavero”. El mío
coleccionaba todo tipo de portallaves. Tenía un cajón lleno de ellos, pero
había uno al que le tenía un apego especial. Ni siquiera era bonito, así que yo
no entendía el porqué de esa querencia. Por él era capaz de enfadarse hasta
límites insospechados y hasta –como hizo aquel día – de pegarme una bofetada y enviarme
a mi cuarto sin cenar. A mí me gustaba jugar con ese llavero, a escondidas,
mientras mi padre se adormilaba delante del televisor, espatarrado en el sofá y
con el periódico deportivo abierto sobre sus rodillas y a punto de perder el
equilibrio -– padre y periódico- e ir a parar encima de la alfombra. En esos
momentos, yo iba hasta el mueble de la entrada en el que él lo había dejado al
llegar a casa y me ponía a abrir todas las puertas: la de la casa, las de los
armarios, los cajones de la mesa del despacho… Pero nunca era capaz de
encontrar la cerradura que correspondía a una de esas llaves por más que lo
intentase. Era para mí un misterio, esa llave solitaria que no servía para nada.
Un día me atreví a preguntarle y ahí fue la bofetada. “Quién te manda jugar con
mis cosas, mocosa?”, Plaff!!!, “a tu cuarto sin cenar!”. Dejé de jugar con el
llavero maldito y con las llaves que no abrían todas las puertas.
Cuando
tuve 13 años, descubrí la utilidad de la llave misteriosa. Era casi de noche
cuando volví de la escuela y vi cómo mi padre abría la puerta que quedaba
frente por frente de nuestra casa, la puerta de la casa donde vivía la vecina.
Buen giro final!
ResponEliminaPienso que el cierre del relato debería estar en "...la puerta de la casa donde vivía la vecina." FINAL (por lo de a buen entendedor )
ResponEliminaPues sí, Elena, creo que tiene mucha más fuerza. Tomo nota.
ResponElimina