Narrativa: Ven la luz los relatos de ‘Principiantes’ en su versión original
ROBERT SALADRIGAS
He aquí una histórica reparación literaria que debería abrir un sustancioso debate. Un día recibimos perplejos la noticia de que Raymond Carver (1939-1988), icono del llamado realismo minimalista, no fue exactamente lo que se nos hizo creer que era sino la inspiración de un editor de talento (a su vez escritor) llamado Gordon Lish (Hewlett,Nueva York, 1934). El caso es ejemplarizante. En la primavera de 1980 Carver pasó a Lish una colección de cuentos recientes. Este se empleó a fondo en la tarea de remodelarlos según su criterio. Así mutiló los textos en más de un cincuenta por ciento –trabajo de cirugía fina–, modificó los finales de diez de ellos (en total son diecisiete), cambió los nombres de algunos personajes (por ejemplo Mel por Herb), los ordenó secuencialmente y eligió como título del volumen el del penúltimo de los relatos que se llamaba Principiantes y que sustituyó por una frase del texto, aquella que decía “De qué hablamos cuando hablamos del amor”, sin duda el libro más famoso de Carver y que mejor ha definido su código estético basado en el despojamiento y la gelidez.
Motivos de reflexión
En 1981 dedicó el libro a su segunda esposa, la poetisa Tess Gallagher, prometiéndole que algún día publicaría los relatos originales. Luego Carver murió, Gordon Lish depositó sus archivos en la Universidad de Bloomington (Indiana), y al cabo del tiempo el tesón de Gallagher y la laboriosidad de William L. StullyMaureen P. Carroll han conseguido que aparezcan restaurados los cuentos de Carver tal y como lo escribió bajo el título de Principiantes (Beginners). En mi opinión se trata de un acontecimiento de primera magnitud que hace aflorar varias cuestiones, todas interesantes. ¿Redimensiona o empequeñece la figura de Carver verla como lo que fue, una manufactura de laboratorio? No se puede negar la realidad: Carver se erige en uno de los autores norteamericanos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX tras ser expurgado y remodelado por Lish. Sólo ahora, comparando ambas versiones, es posible observar en qué difieren. Lish opta por lo sustancial de las historias y prefiere sugerir que explicar. Por el contrario Carver, para quien el detalle lo es todo, basa su grandeza en mostrar con ternura el revés humano de sus criaturas, casi siempre malvado, y darles un sentido moral. Lean a modo de ilustración los dos finales –el de Lish y el de Carver– de esa pieza maestra, Diles a las mujeres que nos vamos, una fábula que precisamente versa sobre un acto gratuito de maldad y la culpa que acarrea.
Pienso que ahora mismo no se trata de dilucidar el valor o la eficacia de una u otra alternativa. Si eso fuera todo, resultaría bastante sencillo. Pero el asunto a debatir es otro. Dejando a un lado los resultados, ¿es moralmente lícito que un editor manipule a su antojo la obra del creador, la corrija hasta transformarla en algo diferente a lo que era? ¿Dónde se sitúa la línea que delimita las competencias respectivas? ¿No es (y debe ser) el autor responsable único, soberano absoluto para bien y para mal de los frutos de su talento literario? Pues bien, confundiendo los roles Gordon Lish imprimió su sello personal a un puñado de relatos magistrales que no le pertenecían, y quien los había concebido y plasmado, Raymond Carver, ha tardado casi tres décadas en poder demostrar que el genio estaba de su parte y no necesitaba enmiendas.
Increíble! Y muy interesante.
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